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Venciendo al infierno – Capítulo 01

Este es el testimonio de Renato Pimentel, un hombre que conoció de cerca y se relacionó directamente con las manifestaciones más malignas de las tinieblas. Sirviendo al diablo, declaró su odio al obispo Macedo, llegando a perseguirlo personalmente. Hoy, él es un miembro fiel de la IURD de Botafogo, en Río de Janeiro.

Creo que mi testimonio comienza como el testimonio de cualquiera persona común. Vengo de una familia simple, de clase media alta. Estudié en los mejores colegios y completé el nivel superior, siendo bachiller en derecho.

Mi familia, por parte de mi madre, era una católica fervorosa, mientras que por parte de mi padre, eran todos espiritistas kardecistas y, de tanto en tanto, frecuentaban la umbanda.

Mi madre era de una pequeña ciudad del interior del sur de Minas Gerais y cuando iba a pasar mis vacaciones escolares allá, a la noche vivían contando “historias” de fantasmas, uno más descabellado que el otro, junto al fogón de leña, hasta altas horas de la noche.

Nos quedábamos escuchando esas historias atónitos y muriéndonos de miedo por si aquellos seres horrendos venían a molestarnos a la hora de dormir.

Había también un banano que lloraba igual que un niño en las noches de viernes de luna llena y eso lo presencié. Realmente, se oía el llanto de un recién nacido al pie del banano, pero cuando uno llegaba a su lado, paraba instantáneamente y era cuestión de alejarse y él volvía a empezar.

Había otras “historias” que no recuerdo. Y para completar la sesión de terror en mi infancia, aún existían los “guías” que me hacían participar de rituales, bendecían el agua para que la bebiéramos y me decían que si no era un buen chico con mis padres el “bicho malo” me iba a agarrar. En fin, fui criado en plena tortura psicológica y aquellas historias y amenazas, fueron atemorizándome gradualmente de una forma tan grande que me provocó temor a los espíritus hasta hace poco tiempo.

Sentía que siempre me acompañaba la presencia de alguien, principalmente cuando estaba solo y en la oscuridad. Era una presencia tan fuerte que podía sentir el calor y la respiración que venían por detrás de mí. Veía bultos constantemente. Bultos de varias formas y colores. Hablaba con personas que no existían, pero yo las veía y conversaba nítidamente con ellas. Nadie las veía, sólo yo.

La casa de mi abuelo, en Minas Gerais, era una antigua iglesia que él compró y transformó en residencia y almacén. Nuestro cuarto de huéspedes era justamente la capilla donde velaban a los muertos. Parecía el área de juegos de los espíritus que vagaban por allí. Ellos nos hacían las mil y una. Se acostaban con nosotros en la cama, tiraban de las sábanas, tomaban nuestras chinelas y paseaban con ellas por el cuarto, en fin, no nos dejaban en paz de ninguna forma.

En dos ocasiones la cosa se puso fea de mi lado. En la primera, dije que estaba cansado y que no creía más en ellos (espíritus) y que me iba a dormir. Era eso de las 14 horas y yo estaba solito en el cuarto, cuando, de repente, la cama empezó a moverse sola, yendo de adelante hacia atrás. Intenté gritar pidiendo socorro, pero una cosa tapaba mi boca, impidiéndome gritar. Mi voz no salía de ninguna forma. De ahí, comencé a rezar el Padre Nuestro y a llorar, hasta que la cosa se fue calmando y la cama quedó en el mismo lugar. Sin embargo, el piso quedó todo marcado por los arañones hechos por el mueble. No le dije nada a nadie, pues sabía que se iban a burlar de mí.

Ya en la segunda ocasión la cosa fue aún más fea. Tenía más o menos entre 7 y 8 años y tuve un día muy agitado con mi madre. La dejé tan desorientada que me dijo lo siguiente: “Acuérdate bien de todo lo que me estás haciendo y diciendo, porque cuando el ‘bicho malo’ te venga a buscar, no me vengas a pedir socorro, porque no te voy a ayudar. ¡Arréglate tu con ‘él’!”. Fue suficiente para que yo me tranquilizara, pero esas palabras se quedaron martillando mi cabeza todo el día. Le pedía a Dios que no anocheciera nunca, porque sabía que a la noche ese “bicho malo” vendría a arreglar cuentas conmigo.

Dicho y hecho, hora de dormir. Mi madre me puso en la cama, me dio el beso de las buenas noches y salió del cuarto. Fue tiempo suficiente para que ella llegara a la sala y el maldito “bicho malo” comenzó a torturarme. Fueron minutos interminables de terror y dolor. Él me sofocaba, tapaba mi boca para que yo no gritara, me pegaba en la cara, apretaba mi cuello, me pellizcaba, me daba puñetazos, pisaba mi barriga, como si estuviera tirándome y yo no conseguía reaccionar, fue cuando recordé que en mi cabecera había un crucifijo. Intenté agarrarlo, pero fue en vano, y comencé a rezar (rezar, porque en esa época no sabía lo que era orar) nuevamente el Padre Nuestro, hasta que la cosa fue pasando, pasando y pude sentirme libre de aquella tortura. Intenté levantarme y no pude. Intenté llamar a mi mamá y no tenía fuerzas para hablar. Estaba exhausto. Parecía que había corrido kilómetros.

Nunca, en toda mi vida, comenté este episodio con alguien, ni a mi madre, porque tenía miedo de que el desgraciado volviera para castigarme por haber contado lo que él me había hecho.

Después de este acontecimiento, nunca más tuve contacto físico con los espíritus, pero ellos comenzaron a aparecen en forma de bultos y a habar conmigo.

Comencé a interesarme en estudiar ocultismo, magia y esoterismo y, gradualmente, me fui convirtiendo en un mago, Leía todo lo que me pasaba por delante, desde el horóscopo hasta la biblia negra. El libro de San Cipriano era mi literatura de cabecera. Me gustaba sentirme poderoso, poder manipular las cosas, de interferir en el curso natural de los hechos.

Conseguía todo lo que quería con la ayuda de los espíritus. Los servía con total fidelidad y adoración. Sabía que si no los decepcionaba, me darían todo lo que quería. Como siempre fui muy observador, comencé a reparar que todo lo que Dios hace, la magia negra lo hace igual, pero de forma contraria. Por ejemplo, el número siete es el número de Cristo, pero, el diablo dice que siete es el número del mentiroso. Jesús murió a las 3 de la tarde; los mayores hechizos son hechos a las tres de la mañana. El viernes fue el día del perfecto sacrificio, pero, la mayoría de los maleficios son hechos también los viernes. Y, de esta forma, me fui armando cada vez más contra el diablo. Lo servía, pero como dice la frase, un ojo en la misa y uno en el sacerdote. Siempre amé mucho a “Dios”, si, este nuestro “Dios” de la biblia. Siempre Le temí y respeté y hoy tengo la plena certeza de que fue esta fe lo que me mantuvo vivo hasta hoy para poder dar mi testimonio, que es el primero de otros que aún serán dados