Sexo y Drogas
“Me crié en un hogar con peleas constantes. Mi padre era Policía Militar y alcohólico. Bebía tanto que se caía en la calle, y me daba vergüenza delante de mis amigos. Debido al vicio, enloqueció, fue destituido y vivía internado en hospitales psiquiátricos. Iba atado con un chaleco de fuerza.
Ante toda esta situación, viendo también el sufrimiento de mi madre, empecé a deprimirme y angustiarme. A los 15 años perdí mi virginidad, entonces mi vida empezó a resumirse en sexo y drogas.
En las drogas, fui una de las primeras usuarias de “pico” (droga inyectable en las venas) en los años ’80, apenas llegó a Brasil. Cuando me inyectaba “pico”, tenía alucinaciones. Pasé también a consumir marihuana, y cuando no me hacía más efecto, la consumía junto a varios comprimidos de “Opitalidon, “Fiorinal” y hasta “Diazepam”.
Recuerdo cuando realmente quería drogarme, le preguntaba a mi hermana qué día era ese, y ella me decía “viernes”; cuando yo volvía en sí ya era lunes y no recordaba nada de lo que había sucedido en esos tres días anteriores.
En el sexo, a los 16 años comencé a prostituirme, llegando al punto de tener relaciones sexuales con varios hombres en una misma noche. En época de carnaval, me quedaba con cinco hombres en sólo una noche, e incluía en el paquete varias bebidas, como vodka, cerveza y whisky, sin contar la droga como marihuana, lanza perfume y lolo (lanza perfume). Sufría mucho con esa vida de prostitución, porque muchas veces quería amar de verdad y, dependiendo de la persona, no me daba ni un beso en la boca porque era apenas un cliente y nada más que eso. Muchas veces, sentía bronca de todo lo que hacía; quería salir de esa vida y no tenía fuerza. Entonces, me embaracé sin saber quién era el padre. Con miedo de que mi madre me descubra, aborté por primera vez.
Ante todo eso, surgieron las consecuencias: me contagié enfermedades venéreas, y mi madre tuvo que gastar mucho en mis tratamientos. Comenzaron a aparecerme manchas blancas en las manos. Mi madre me llevó al dermatólogo y él dijo: “su hija tiene vitíligo” (enfermedad que toma el cuerpo con manchas claras). Ella me llevó a seis médicos y todos decían lo mismo: “¡No tiene cura!”.
No soportando más esa situación de desempleo, vicios, angustia, depresión y desengañada por los médicos, intenté suicidarme tomando varias píldoras. Pero, gracias a Dios, Él ya tenía un plan para mi vida. Salí de aquella situación y conseguí novio, que no sabía exactamente quién era yo. Quedé embarazada nuevamente, y con dudas sobre si él sería de hecho el padre, aborté por segunda vez (él nunca supo de ese embarazo). Conocí a otro hombre, también drogadicto, y decidimos juntarnos. De esa relación nació mi hija. Las únicas cosas que me unían a él eran el sexo y las drogas; aún así, no funcionó. Nos separamos y dejé a mi hija, con pocos meses de vida, con mi madre, en Fortaleza; después, decidí ir a vivir a San Pablo.
Fui a vivir a San Pablo creyendo que mi vida iba a cambiar. Llegando a la ciudad, no tenía dónde quedarme, pasaba hambre y pidiendo a los chóferes para subir por la puerta de adelante (porque no tenía dinero para el pasaje). También iba a restaurantes y pedía comida, porque no tenía ni qué comer. Extrañaba mucho a mi hija, no tenía residencia y pasaba bastante hambre. Así siguió mi vida.
Recuerdo como si fuera hoy, que en una noche muy fría me senté en un banco en el metro Santa Cecilia con una bolsa y algunas prendas de ropa. Eran casi las 11 de la noche y apareció un hombre. Fui a un hotel con él solamente para tener un lugar para dormir. Así pasaron muchos días, yendo a hoteles solamente para tener un lugar para dormir. Hasta que, cierto día, eran las cuatro de la tarde y yo no había comido nada, y empecé a llorar en pleno centro de San Pablo. Comenzaron a surgir ideas de suicidio y fui hasta el Viaducto de Chá. Pensé en tirarme para terminar con eso de una vez por todas, pues estaba completamente desesperada ante tanto sufrimiento y humillación.
De repente, caminé hacia la calle 25 de Marzo con lágrimas en los ojos. Miré y vi una puerta que tenía una escalera y una flecha, escrito “Iglesia”. Fui subiendo las escaleras y siguiendo la flecha sin saber que se trataba de la IURD. Al final de las escaleras, de frente, miré hacia arriba y leí: “JESUCRISTO ES EL SEÑOR”. Fue tan fuerte, que caí en lágrimas sobre un banco y lloré amargamente. Había sólo un pastor atendiendo a un señor – no era hora de reunión. Él vino hacia mi y le pregunté: “¿Qué es usted aquí?”. Él dijo: “Soy pastor”.
Abrí mi corazón y le dije: “si usted no me ayuda, voy a intentar suicidarme hoy. Ya intenté una vez y no funcionó, pero hoy voy a probar hasta que funcione”. Él fue muy sabio; me escuchó. Yo estaba llorando. Él llamó a su esposa y me dieron una taza de café con leche y un pan con manteca. Comí desesperadamente. Él me dijo: “Esa comida va a perecer, después vamos a darle un alimento con el que nunca más va a tener hambre”. Me dijeron cómo tenía que hacer para que mi vida cambie. Ellos me hablaron del Señor Jesús, de las cadenas de oración y después hicieron una oración fuerte, que hizo que el deseo de suicidio saliera inmediatamente.
Salí de allí aliviada, con una fuerza interior para seguir luchando. Comencé a hacer las cadenas; tomé el sobre del diezmo por la fe, porque seguía desempleada, y DIOS comenzó a abrir las puertas de tal forma que llegué a tener dos empleos en ese momento.
Después de 24 años, estoy aquí, relatando cómo llegué a la IURD y como está mi vida hoy. Sigo viviendo a lo largo de estos años de sacrificio. Soy una mujer totalmente transformada. Estoy libre de todo aquello que me oprimía. Libre de las drogas, de la prostitución. Estoy curada y próspera, pero, de todos los cambios que sucedieron en mi vida, el mayor milagro que recibí fue MI NUEVO NACIMIENTO, MI ENCUENTRO CON DIOS. Ante toda esa renuncia, hoy pongo en práctica lo que el Señor Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame”, (Lucas 9:23).
En la fe,
Liduina Loureiro
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