Rescatada del infierno
¡Buenas noches, querida Sra. Ester!
El Espíritu Santo me ha cobrado para hablar sobre la transformación que Él ha hecho en mi vida, con el fin de alcanzar a las personas que se juzgan incapaces de salir de la situación en la que se encuentran.
Muchos se acobardan ante una entrega total y prefieren vivir aparentando, como yo viví, pues nadie imaginaba la realidad de mi familia.
Voy a describir de forma resumida mi historia antes de mi encuentro con mi Dios y Señor.
Muchas personas, que desconocen el poder Divino, creen que sólo busca a Dios quien es de una clase social desprovista de amor, de educación, de familia, o sea, personas que viven en villas miseria, que pasan hambre o incluso los famosos “ex”: ex-traficantes, ex-prostitutas. Ex-ladrones, etc.
Este pensamiento es una tremenda carnada del diablo.
Cuando recuerdo mi infancia, me vienen a la memoria momentos de una familia perfecta, mis padres sentados a la mesa dialogando, en medio de charlas, gestos de cariño hacia mí, su única hija, criada con lo mejor. Pero esa imagen luego es interrumpida por recuerdos que contrarían toda esa serenidad.
Por este motivo, comienza el trayecto de mis padres en una búsqueda incesante de Dios, golpeamos en varias puertas.
A mis trece años llegué al Cenáculo del Espíritu Santo. No para tener un encuentro con Dios, sino, por ser una buena hija, yo acompañaba a mi mamá, pues yo también pensaba que las personas que buscaban a Dios, como dije anteriormente, eran menos favorecidas que mi familia.
Con el paso del tiempo, dejé de acompañar a mi madre y heredé todas las maldiciones que hasta allí estaban sobre mi padre. Fui adoleciendo y perdiendo mis fuerzas para vivir. Rodeada de libros, de cultura, mucha información y poca vida.
Terminé creyendo que yo era un “caso perdido”, que Dios no quería saber nada de mí, por la gran aflicción que sentía. Entonces, en medio a los tratamientos médicos sin éxito, porque los problemas se agravaban, me cansé de todo.
Yo era una joven con el rostro lleno de heridas que corrían como el agua, desmayos constantes, dolores en el cuerpo, eran tantas cosas, que no puedo escribirlas todas.
En este período, fui algunas veces a la Iglesia con mi madre, pero el pastor hablaba y yo no entendía lo que decía. Era como si las palabras no llegaran a mis oídos, era como una mímica, y cuando lo escuchaba, para mí, decía otras cosas, no había coherencia en sus palabras. Lógicamente, abandoné todo y me fui, decidida a no regresar más.
Todo eso me convirtió en una persona horrenda, mala, llena de odio hacia la vida y hacia mis padres.
Me preguntaba: ¿por qué vine a este mundo para vivir así? ¿Qué propósito tiene que yo exista, que Dios exista, para qué?
Esta frase alimentaba el odio vivo en mi interior, como un soplo, el odio me daba fuerzas para soportar. Me fui transformando de a poco, sin darme cuenta, cuando noté que aquel gigante, al que alimenté durante ese período, me estaba devorando y haciendo estragos.
Sabiendo que no me quedaba nada más, a no ser vivir una pantomima de la vida, muy indignada con Dios y puedo decir que parcialmente en tinieblas, cometí la mayor de las locuras: entregué mi vida al diablo. ¡Fue horrible!
Estaba postrada y al levantarme algo diferente pasó a vivir en mi interior, otro ser. Tenía la compañía constante de los demonios, me distancié de todos los que me amaban, dialogaba y caminaba con el diablo, estaba propensa a hacer el mal.
Al final, entre tantas cosas, mi mayor deseo era matar. Matar a mis padres y ver su sangre derramada como señal de poder, principalmente la de mi madre, para sentir su sangre, tocarla o incluso beberla. Porque yo bebía mi propia sangre para fortalecer el voto. Odiaba a mi madre porque ella buscaba a Dios por mí.
Me cobraban con raspones, cortes en las piernas que sangraban, pero sólo yo sabía lo que estaba sucediendo, nadie más, porque no era visible. Fueron tantos momentos de tormentos espirituales, humillaciones, murmullos de odio, amenazas, etc. Me llevaban a un lugar oscuro y con mucho fuego, los gritos de terror eran ensordecedores.
No podía mirar, pero recuerdo que desobedecía y terminaba viendo muchas cosas. Personas agonizando, como podridas y encarceladas, el olor era horrible. Uno o dos demonios me llevaban por el brazo en un corredor largo y lejano. Delante había un trono enorme en el corredor de tormentos, donde estaba un demonio muy grande, con otros dos, uno de cada lado, en señal de poder, era la trinidad del infierno.
Eran muchas lágrimas y gritos, las figuras pasaban rápidamente por atrás de aquel trono y regresaban de donde habían venido, pasaban por mí y zumbaban, había mucha oscuridad, olores, tinieblas, muchas tinieblas.
Yo vivía en tinieblas.
En seguida, la voz muy fuerte me ordenaba: doble sus rodillas, porque este es su lugar, usted permanecerá aquí.
No servía, yo no obedecía, volvía y sufría más todavía.
Intenté suicidarme con remedios y por ahorcamiento. El deseo de sangre comenzó a aumentar. Recuerdo que pasé un cuchillo de cocina muy grande en mi yugular, pero estaba con el filo hacia fuera. Estaba fuera de control, quería matar y cuando él quería muerte, yo deseaba muerte.
Cuando sucedía algo malo cerca de mí, con una diabólica alegría, me sentía aliviada.
Y él me decía: ¡No hay más regreso, yo mando!
Ah, fueron tantas cosas…
¿Regresar? ¿A dónde?
Sí, volver al mismo cuarto y usar una determinación sobrenatural. En aquel momento, aprendí lo que es ser fuerte y estar verdaderamente indignada y dije ¡basta!
En aquella situación me levanté literalmente contra el infierno.
Como si fuera mi último aliento de vida, humildemente, supliqué a Dios:
“¡No quiero nada” ¿El Señor me ve aquí en esta oscuridad? Entonces, si también puede oírme, quiero morir ahora, no quiero ser curada, no merezco nada, sólo quiero morir delante de Sus ojos. Yo sólo necesito eso, morir ahora, con el Señor viéndome, para llevarme”.
Sólo esa fue mi oración.
Aquella madrugada, Dios me visitó y me aceptó. Como una miserable, despreciada enferma, quebrada, sin poder levantarme, totalmente bañada en lágrimas de arrepentimiento, reconociendo mi podredumbre y mis insultos en Su contra, aún así, Él me amó mucho.
La paz llenó aquel cuarto, mi corazón descansó, sin percibirlo, me dormí.
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