¿Hay riqueza mayor?
Hola, Obispo Macedo.
Mi nombre es Paulo Pereira de Almeida, tengo 55 años. Acompañé a través del blog la visita que usted realizó recientemente a un presidio de San Pablo para lanzar el libro “Nada que Perder”. Quedé admirado con su actitud, pues solo quien ya estuvo allá adentro sabe qué mundo es ese.
Yo nunca fui preso. Gracias a Dios, el Señor Jesús me hizo conocerlo antes de que mis caminos me llevasen a la prisión física, sin embargo, puedo decir que viví por años una prisión espiritual marcada por enfermedades, perturbaciones y conflictos familiares que solo fueron solucionados cuando llegué a la Iglesia Universal.
Una vez salvo y bautizado con el Espíritu Santo, mi deseo era salvar, aunque para eso fuese necesario entrar en el infierno aquí en la Tierra: la extinta Casa de Detención de Carandiru, en San Pablo. No es exageración de mi parte. Obispo, en ese lugar, todas las semanas un preso era asesinado por otro compañero de celda y con matices de crueldad, como por ejemplo, que el corazón fuese arrancado y expuesto ante los otros detenidos todavía latiendo. Algo horrible de recordar.
El pabellón en el que yo evangelizaba era uno de los más peligrosos, pues ahí estaban solo los criminales más temidos, condenados por robo, asalto a bancos, homicidio, secuestro y otros delitos por el estilo. Ellos también eran los más respetados del lugar, los dueños del territorio, los que dictaban las reglas y mandaban a matar.
Uno de los momentos que más recuerdo, fue cuando durante una reunión con este grupo, hablé acerca de la fe, les dije que no debían aceptar vivir esa vida, sino que había una esperanza, que Jesús era la chance que tenían para borrar el pasado y comenzar una nueva vida.
Era tiempo de la Hoguera Santa y, como yo ya había sido beneficiado por esa campaña innumerables veces, no podía dejar de hablarles sobre el sacrificio. Fue entonces que el preso más poderoso de allí adentro, el jefe de la banda, tocado por Dios, se levantó de entre todos y me dijo: “Yo tengo una celda propia aquí dentro, voy a venderla para sacrificar, voy a dormir en un área con los demás. Voy a vender también mi ropa y mis zapatillas. Pero si ese Dios del que estás hablando no cambia mi vida, voy a ser peor de lo que ya soy”.
Él realizó el propósito, realmente cumplió su voto, y poco tiempo después pasó al semi-abierto. Algo que era prácticamente imposible, pues ya había comandado rebeliones y había amenazado hasta al mismo Director.
Rebeliones como la que tuve que enfrentar en el presidio de Raposo Tavares. Estaba con tres obreros más, listos para la evangelización, cuando todo comenzó. El carcelero, temiendo por nuestras vidas, nos pidió que saliéramos lo más rápido posible, pero terminamos quedándonos junto a los organizadores del motín que en seguida nos cercaron y estaban listos para matarnos. En ese momento el miedo dio lugar a la intrepidez y la confianza en Dios hizo toda la diferencia. Levanté la Biblia y les dije que si derramaban nuestra sangre, estarían trayendo aun más maldición a sus vidas, pues nuestra lucha no es contra la sangre ni contra la carne. Comencé a hablar de Jesús. De repente comenzaron a bajar las armas, hicieron silencio y las lágrimas empezaron a rodar por sus ojos. Terminó la rebelión.
Obispo, hice ese trabajo durante muchos años y mi mayor alegría es cuando encuentro algunos ex presidiarios en la calle que me abrazan y me agradecen por todo. Cuando eso sucede, les digo que deben agradecer en primer lugar a Dios, por ser tan misericordioso y amarnos, incluso ante tantos errores que cometemos y, en segundo lugar, a la Iglesia Universal, que no mide esfuerzos para acoger a esos hombres y mujeres que son considerados basura para la sociedad, pero que una vez limpios por el poder de la fe, se vuelven instrumentos en las manos de Dios.
Paulo Pereira de Almeida
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