Fe lanzada

La fe que agrada a Dios es lanzada, pero nunca arrogante. Antes, tiene como ingredientes a la obediencia y la humildad. Abraham fue un ejemplo de fe. Pero su fe lo justificó debido a su obediencia a la Palabra Divina. Sólo los obedientes son humildes y los humildes son obedientes. Se concluye, entonces, que la fe sobrenatural, inteligente, práctica y que produce beneficios está acompañada por la humildad.
Ahí está la enorme diferencia entre los reyes Saúl y David. Saúl no fue humilde para obedecer a Dios. Su desobediencia le costó la vida. En el momento en que se vio atrapado en una situación de vida o muerte, prefirió lanzarse sobre su espada en vez de buscar la compasión Divina. Lo mismo sucedió en la zona sur de Río de Janeiro. Un jefe de familia, atrapado por la situación económica y no pudiendo soportar la humillación en su círculo social, mató a la mujer y a sus dos hijas adolescentes y, en seguida, se suicidó.
David estaba convencido de que, por más sucio y miserable que fuera, aún así podía contar con la compasión de Dios. Su fe lanzada, pero humilde, lo salvó.
La verdadera humildad, la humildad de espíritu, mantiene abierta la puerta de acceso al Trono del Altísimo.
Por esto, Él promete: “Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isaías 57:15).
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