Fe, Indignación y Sacrificio
(Comentario del obispo Marcelo Crivella sobre la fe del obispo Edir Macedo)
Fe, indignación y sacrificio son la esencia de la vida con Dios. La fe recuerda al profeta Habacuc y su época, en la que Jerusalén estaba cercada por Nabucodonosor y la destrucción era eminente. Su libro tiene tres capítulos y comienza con una pregunta: ¿por qué?
¿Y quien, por lo menos una vez en la vida, no se preguntó ‘por qué’? ¿Por qué un chico nace con defectos? ¿Por qué un rayo cayó del cielo y destruyó la casa de un pobre? ¿Por qué una bala perdida, en una comunidad carenciada, mató a una criatura inocente? ¿Por qué?
Y Habacuc, en sus reflexiones, en lo profundo de su corazón, acuñó una oración bella y estupenda que sólo podía venir de Dios: “El justo por su fe vivirá.” Más no se podía decir.
En un mundo injusto, con tantas desigualdades, sólo la fe es capaz de garantizar la vida. Sin ella, somos atormentados por dudas y temores, vacilantes, una sal sin sabor; una nube sin agua, vagando por los cielos; una ola del mar llevada por el viento; un muerto vivo.
Naturalmente, la fe causa una indignación contra todo eso y construye con sacrificio la última victoria. Ese camino estrecho y apretado fue el que Dios trazó para el surgimiento de la Iglesia Universal.
De joven, el obispo Macedo frecuentó una iglesia evangélica en la zona sur de Río de Janeiro por unos 10 años. Su deseo era predicar, pero los líderes no veían en él virtud o talento alguno, ni una expresión que llamara la atención. Ni siquiera tuvo la oportunidad de servir como obrero. Diez años no son 10 días. Otro hubiera desistido. Otro se hubiera desanimado. No él. Y la razón era la fe.
Movido por el deseo de servir a Dios, él y dos amigos fueron a una iglesia en el suburbio. Yo era apenas un niño en ese momento, pero recuerdo que allí el pastor también hizo la misma evaluación. Pasado algún tiempo, consagró a los demás, pero no al obispo. Una vez más él fue puesto de lado, excluido, disminuido, enfrentaba el preconcepto, el desaliento y la frustración. Otro se hubiera desanimado. Otro hubiese desistido.
Un día, estaba almorzando en casa de mi abuela cuando él entró. Y permítame romper aquí, por el momento, el protocolo para recordar, hacer una mención de honor a aquella señora extraordinaria. Un inolvidable ejemplo de renuncia, dedicación y amor.
El obispo venía a avisar que dejaría su trabajo para predicar el Evangelio. Él ya estaba casado, tenía una hija y la esposa estaba embarazada de la segunda. Un gesto de fe extrema para quien era desacreditado por todos. Para una familia humilde como la nuestra, un empleo público, como el de él, representaba una vida libre de desempleo.
Mi abuela apenas exclamó: “No dejes de pagar los aportes, para garantizar la jubilación cuando envejezcas”.
Cuando veo esa orgía histérica de insultos torpes, ese odio neurótico, esa persecución implacable, ese diluvio de injurias, infamias y calumnias contra el obispo y la iglesia, capaces de publicar, con la convicción más errónea, el mayor de los engaños, la tesis trastornada de que él engendró una fórmula para explotar a los pobres, lo lamento con una profunda amargura. Ciertamente, no conocen a la Iglesia Universal, quiénes somos, de dónde venimos.
Puede ser que en alguna de nuestras iglesias, sea en Brasil, África, Europa, Asia o en cualquier parte del mundo, alguien, algún día, haya colocado sobre el altar un sacrificio tan grande como el de él, pero no mayor. Él ofreció todo lo que tenía, su propio empleo sin ninguna garantía, sin ninguna esperanza, sino por la fe.
Un mes después, nació su segunda hija y fui por la mañana a visitarla al hospital de Iaserj. Ella había nacido con labio leporino y los bebes así, son flacos, con ojeras, con el rostro deformado. Una herida abierta en la boca, sin una parte de los labios, con un surco en el paladar, que hace imposible el amamantamiento, pues no pueden succionar, se ahogan y padecen mucho. Fueron días, meses, años de un sufrimiento atroz.
En el camino de regreso, de la plaza de la Cruz Roja hasta el Largo de la Gloria, caminando a lo largo de la calle del Riachuelo, cada paso era una lágrima. Como Habacuc, me preguntaba: ¿por qué? ¿Por qué un hombre pobre, pero fiel diezmista, en el momento supremo de su existencia, cuando resuelve dejar su empleo, su sustento, para predicar la Palabra, recibe como premio un castigo, y de los peores? Yo no sé si existe un dolor mayor para un padre que ir a la sala de neonatología de un hospital, sólo para ver, sólo para constatar que su hija es la única enferma, la única herida, frágil, sufriendo y llorando, mientras que las de los otros son bonitas.
Y como siempre, en los momentos graves, mi familia se reunió en la casa de mi abuela. Él llegó a la tarde. Estaba, naturalmente, muy triste, pero dijo dos cosas que guardé. La primera: “Me va a gustar más esta que la otra”.
La otra, a quien se refería, era su primer hija, una criatura muy hermosa. No creo que sea posible gustar más de un hijo que de otro, pero había un significado más profundo en aquella expresión. Era mucho más que un padre intentando compensar, proteger, derramar su dolor.
Más tarde, verifiqué que la esencia de aquellas palabras se reflejaría en el surgimiento y en la actuación de la Iglesia Universal, que está decididamente abocada a gustar más del que sufre, del afligido y del necesitado. Y luego se comienzan a buscar las almas perdidas en las encrucijadas, en las villas, en los terrenos, en los manicomios, en las catacumbas de los vicios, en la miseria de las drogas, en la falencia de los hogares destruidos. Y salones, galpones, cines comienzan a llenarse de enfermos, pobres, desempleados, afligidos, endemoniados en búsqueda de alivio y liberación. El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz.
La segunda cosa que dijo fue: “no voy a ponerme rabioso con Dios. Voy a ponerme rabioso con el diablo. Ahora mismo es que voy a invadir el infierno para rescatar las almas perdidas”.
Allí ya no era más un muchacho cualquiera, oscuro y anónimo. Allí nacía un líder. Nacía también un pueblo capaz de enfrentar los mayores desafíos, las persecuciones más duras y virulentas. Un pueblo de fibra y fuerza, que no se rinde, que no se agacha, que no huye de la lucha ni teme un sacrificio. Un pueblo con la mirada clavada en las promesas de Dios para buscar en el horizonte la perspectiva iluminada de su destino, determinado, forjado, sellado por la fe en Dios. ¡Y eso porque, en el momento más difícil, más cruel, más duro, un justo vivió por su fe!
La Iglesia Universal no surgió con la deliberación de una asamblea de hombres ilustres, o de un consejo director o de una fundación de notables. Ni tampoco fue subsidiada, patrocinada, bancada por recursos del Gobierno o de un millonario caritativo. Esa iglesia es la respuesta simple, directa y fiel de un Dios que honra la fe, la indignación y el sacrificio.
La frase, “no voy a ponerme rabioso con Dios. Voy a ponerme rabioso con el diablo” marca la indignación de la fe. Si se pusiese rabioso con Dios, sería rebelión. Y el resultado, un océano de fracaso, un Himalaya de frustración. Los rebeldes culpan a Dios por los infortunios de la vida. La rebeldía tiene formas distintas y sutiles de manifestarse. Algunos rebeldes enfrentan los mandamientos, desafiando a Dios con sus pecados y crímenes. Otros manifiestan una indiferencian fría y distante con las cosas de Dios, convirtiendo su propia vida en un inmenso desperdicio de tiempo y en una triste historia de mediocridad. Están también los fariseos, que son los rebeldes de la iglesia, que conocen la Palabra, pero no la practican.
Abraham se indignó cuando vagaba en el desierto, esperando la promesa que tardaba en llegar. Mientras tanto, nunca se rebeló. Moisés se indignó con la esclavitud de su pueblo como Josué se rebeló cuando en la tierra prometida encontró murallas y gigantes. Pero no fueron rebeldes. David se indignó contra las ofensas de Goliat. Job, el más indignado de todos, que en el ápice de su sufrimiento maldijo el día en que nació, jamás se rebeló. Él continúa siendo, a través de los tiempos, el ejemplo más vehemente de lo que un hombre es capaz de soportar y vencer cuando es movido por su fe. Y fue en su sacrificio que Dios le restituyó siete veces más.
La vida del justo no es la vida del convento, del monasterio en lo alto del monte, de la santidad absoluta. Es la vida de la fe, de las luchas del día a día en la llanura de la vida. Con sus virtudes y defectos, sufriendo injusticias y persecuciones, como oveja entre lobos, que a veces llora, pero sabe que será consolado, que tiene sed y hambre de justicia y cree que será saciado. Gente simple y humilde con la mayor sinceridad de su alma. Que pone la mano en el arado y no mira hacia atrás, cueste lo que le costare, duela lo que le doliere. Que no se achica, que no se acobarda. Hijos de la fe, de la indignación y del sacrificio.
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