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El salario del obispo Macedo

¡Hola, obispo!

Nunca vi algo tan sublime y fuerte como el Espíritu Santo en la vida de un ser.

Yo estaba en el principio de la Universal y creía que llorar era el bautismo con el Espíritu Santo. Participaba del grupo joven, tenía solo 14 años. Evangelizaba sin parar, era muy fuerte. Mi fe era inmensa, al punto de que incluso mi sombra expulsaba demonios. Pero estaba engañado espiritualmente, porque enseguida conocí a una obrera, y caímos.

En ese entonces obispo, lo peor sucedió: abandoné a Dios. Me volví adicto a las drogas, fui asaltante, formé parte de un grupo delincuente en Rio, fui caudillo en las villas. Mi vida se volvió un infierno, todo a causa del sentimiento, del podrido y engañoso corazón.

Luché mucho para volver hasta que logré entender, pues el diablo ponía en mi mente que el hecho de no tener más esa emoción, todo ese llanto, toda esa sensibilidad- que no pasaban de ser puro sentimiento -, era que DIOS no me quería más, y eso me hizo sufrir mucho, llevándome siempre a volver a la basura de este mundo. Hasta que noté, en este Ayuno de Daniel, cuánto me ama Dios. He visto que mi vida cambia – no la sentí cambiar -, y hoy quiero involucrarme con las cosas del Dios Altísimo.

Quiero dar mi vida por las personas necesitadas, sufridas, en los hospitales; quiero incluso salir a la madrugada para hablar de Jesús, y más que eso: quiero ser usado, de alguna manera, por el Señor Jesús. No he sentido nada, solo tengo certeza y mucho asco, repudio, de este mundo.

Estoy enfrentado luchas físicas, en la salud, ¡pero no me interesa! Si tengo que morir, moriré feliz, pues sé que mi vida pertenece al Señor de mi vida, a mi Jesús.

Obispo, gracias por habernos pasado esta inmensa maravilla que es el fuego de Dios.

Abrazos.
Que Dios lo bendiga.

Raul de Sousa