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El leñador y la zorra

En los alrededores de la Mata Atlántica, a comienzos del siglo pasado, vivía un pobre leñador, su bebé y su zorra. Su ingrata esposa lo había abandonado por no soportar aquella vida difícil. Quedó fascinada por las fantásticas historias de un vendedor ambulante, y resolvió seguirlo por el mundo. El pobre leñador necesitaba trabajar y no le quedaba otra alternativa más que dejar a su hijito al cuidado de la zorra.

El leñador, todas las noches, al volver a casa, repetía la escena: la zorra lo aguardaba sonriente, y el bebé dormía tranquilamente en la cuna. Los vecinos, miserables también, alertaban a aquel leñador sobre lo peligroso que era dejar al bebé al cuidado de una zorra: «La zorra es un bicho, y cuando siente hambre y no encuentra comida, seguramente se va a comer a su hijo. Es un instinto animal».

El leñador les garantizaba que aquella zorra era fiel y que el bebe no corría ningún tipo de riesgo. Él la había encontrado abandonada en el bosque hacía muchos años y la crió como parte de la familia.

Los vecinos que hablaban, pero que nunca se habían ofrecido para cuidar al bebé, continuaban alertando al leñador sobre el peligro que corría la criatura. Hablaron tanto que terminaron por preocupar al pobre hombre. Por más que afirmara confiar en el animal, aquel padre salía a trabajar con el corazón en la mano, y volvía aprehensivo, temiendo que algo realmente pudiera pasarle a su hijo.

Cierta noche, al regresar a la pobre casa, el leñador encontró a su sonriente zorra con la boca toda ensangrentada. Tamaña fue su desesperación, que aquel hombre no lo pensó dos veces: le dio un golpe mortal a la zorra con su hacha y corrió hacia la cuna. Grande fue su sorpresa al encontrar a su hijo durmiendo tranquilamente. Y, a los pies de la cuna, los restos mortales de una cobra venenosa.

Así es la vida. Cuando tenemos una fe firme, tenemos seguridad. Pero, cuando dejamos que las dudas, lanzadas por los amigos, merodeen por nuestra fe, somos víctimas de acciones precipitadas, que podrán ser motivo de eterno remordimiento.
Es necesario no flaquear en la fe, para no dejar que suceda, en su vida, lo que sucedió con aquel pobre leñador.