Venciendo el infierno – Capítulo 02
Este es el testimonio de Renato Pimentel, un hombre que conoció de cerca y se relacionó directamente con las manifestaciones más malignas de las tinieblas. Sirviendo al diablo, declaró su odio al obispo Macedo, llegando a perseguirlo personalmente. Hoy, él es un miembro fiel de la IURD de Botafogo, en Río de Janeiro. Lea también la primera parte del testimonio.
Mi vida siempre estuvo llena de tribulaciones, llena de fuertes emociones. Me relacionaba con varias mujeres al mismo tiempo, en su mayoría casadas. Entonces, había una fila interminable de maridos detrás de mí intentando matarme.
Me gustaba practicar artes marciales y no me escapaba de una buena pelea. Me juntaba con un grupo de chicos en Copacabana, Río de Janeiro, que prácticamente armaban lío todos los días. Eran pedazos de palos, cadenas, cascotes, piedras, en fin, no había remedio. Bajábamos al Hospital Miguel Couto todo el santo día.
Yo estaba tan perturbado, que por falta de cosas para hacer y por no tener a Jesús en el corazón, intenté suicidarme varias veces, sólo para saber cómo era el otro lado. Sólo que nuestro Dios fue tan misericordioso que no dejó que los planes del diablo se hicieran realidad en mi vida.
En un bello día, en Copacabana, conocí a la madre de mi hijo. Ella solía ir a un centro espiritista y me llevó allí para conocer. Fue amor a primera vista con el lugar. Quedé impresionado con su estructura. Fui muy bien recibido y de inmediato la madre de los encostos me dijo que yo tenía un santo muy fuerte que me protegía y que yo necesitaba trabajar en él, porque necesitaba desarrollarse. Me dijo que por su tamaño, no era un espíritu que incorporaba en las personas, porque debido a su complexión física, no había nadie que tuviera estructura para soportar su manifestación, porque era inmenso y fuerte. Tenía casi seis metros de altura.
Quedé deslumbrado con la revelación y comencé a ir al lugar como “ogan”, que es el encargado de cantar, tocar los tambores, fiscalizar y dar el rumbo a las sesiones.
No faltaba a ninguna sesión. Estaba allí, con lluvia o con sol, tocando el tambor para los espíritus, sirviéndolos incondicionalmente.
Después de tres años de relación con mi esposa nació mi hijo, que de inmediato fue presentado a los encostos. Hacer eso fue el mayor error de mi vida.
Mi vida conyugal era un infierno, vivíamos peleando, discutiendo, sólo no llegamos a las agresiones físicas porque yo no era de golpear a las mujeres. Después de seis meses de discordia insoportable, nos separamos. Yo ya no aguantaba más vivir de aquella forma.
En esa época, estaba apartada de ese centro espiritista y no quería saber nada más de ellos, sin embargo, siempre creyendo mucho en Dios.
Luego, después de mi separación, conocí a otra persona con la que inicié una relación, yendo a vivir con ella. Sólo que esa vez sin casarme oficialmente. Vivimos juntos por casi 6 años, pero, una vez más el infierno reinaba en mi vida. Fue cuando participé de un concurso público e ingresé en el área de seguridad pública, en 1986. De ahí es que la confusión se desató otra vez.
Imagínese, muchacho de la zona sur, modestia aparte, buena apariencia, buena forma de hablar, bien modulada y con una billetera en el bolsillo que me abría las puertas en cualquier lugar que quisiera. Era todo lo que el diablo quería para confundir a las personas que estaban cerca de mí y a las que estaban por acercarse.
El éxito en medio de mi nuevo empleo fue inevitable. Las cosas fluían naturalmente. Todo me salía bien. Obtuve jefaturas, tenía acceso a secretarios de seguridad, gobernadores, estaba siempre en los medio debido a operaciones audaces, en fin, me sentía el último bizcocho del paquete.
Tenía todas las mujeres que quería. Bastaba con mirar, desear y, rápido, en un segundo ya estaba saliendo con ellas. Me pasaba todo el día tomando en los bares de los conocidos que iba teniendo día a día. Iba a todos los tipos de infiernitos que podía imaginar. No tenía hora para nada. Sólo pasaba por casa para bañarme y cambiarme. Y la pobrecita de mi ex compañera en casa, esperando que llegue el “todopoderoso”, para mendigar un poquito de atención del “bonito”.
Cada día que pasaba me iba hundiendo más en la soberbia y prepotencia. Era muy orgulloso. Me sentía el dueño de la razón. Si era contradicho, el “bicho les pegaba a todos”.
Si no se resolvía hablando, era pegando. Y, dependiendo de la situación, apelaba a la magia y a los espíritus. Y, así, me iba entregando a la llama de las tinieblas.
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