Venciendo el infierno – Capítulo 04
Este es el testimonio de Renato Pimentel, un hombre que conoció de cerca y se relacionó directamente con las manifestaciones más malignas de las tinieblas. Sirviendo al diablo, declaró su odio al obispo Macedo, llegando a perseguirlo personalmente. Hoy, él es un miembro fiel de la IURD de Botafogo, en Río de Janeiro. Lea también los capítulos 1, 2 y 3 del testimonio.
Me obsesioné en capturar al obispo Macedo. Seguía sus pasos como un perro rastreador. Estaba siempre con las antenas prendidas intentando captar algo de información que me pudiera llevar hasta él.
Mantuve esta intención hasta que lo detuvieron en San Pablo. Para mi fue una frustración total no haberlo atrapado. Era una cuestión de honra, porque nunca, en toda mi carrera policial, había fallado en una misión. Pero los planes de Dios eran otros. El tiempo fue pasando y aquel odio por el obispo fue disminuyendo, pero, siempre con la sensación de que la Iglesia Universal del Reino de Dios era una secta de canallas, de acuerdo con lo que se había mostrado en aquel programa de televisión, y que todos los pastores eran ladrones y los fieles eran cuadrados, a los que les habían lavado el cerebro, y dejaban todo su salario en esas bolsitas rojas. Mi visión por la obra de la Iglesia Universal fue así hasta hace 5 años. Pero Dios ya estaba moviendo las aguas para que mi vida tomase otro rumbo y yo me convirtiera a Él. Era sólo una cuestión de tiempo.
Seguía yendo al terreno de macumba a diario. Yo, mi esposa y mi suegra. Y, de vez en vez, también llevaba a mi hijo.
Tenía una verdadera adoración y admiración por los demonios y sus obras malignas. Llegué al extremo de hacer un pacto con su jefe, lúcifer, para que me protegiera y cerrare mi cuerpo de todos los males. Él me decía que si me protegía, ningún mal me iba a suceder. Realmente, las cosas no pasaban por completo, sólo por la mitad. Él hacía que las cosas sucedan, pero no dejaba que terminen de una forma trágica, sólo para mostrarme y decir que él me había defendido y protegido. Realmente, el diablo es un canalla, un inmundo. Hace que las cosas pasen y las interrumpe en la mitad, sólo para probar que él es el mayor, que te protegió. Es un derrotado, eso sí.
Me paso algo, una señal muy seria, más porque hoy comprendo el porque de lo ocurrido. Era jueves, a eso de la medianoche, y yo estaba en una moto, volviendo a casa, cuando de la nada aparecieron dos autos y otra moto en el semáforo. Yo estaba totalmente distraído y, cuando me di cuenta, ya tenía dos revólveres en la cabeza. El asaltante me mandó a bajar de la moto, sino iba a tirar. Miré bien dentro de los ojos del ciudadano y de la nada le dije: “Tira, otario. ¡Quiero ver si estás dispuesto!”. Yo sólo escuchaba el ruido de metal contra metal. El tipo apretó el gatillo innumerables veces y ningún disparo salió.
Me quedé totalmente paralizado con la situación y en una fracción de segundo percibí la locura que había dicho y de las consecuencias que podría haber tenido mi imprudencia. De inmediato, me di cuenta que el asaltante salió corriendo, subió en el asiento de la moto, gritando que salieran de allí.
No había sido yo el que dijo eso. Yo jamás diría una cosa de esas y actuaría de aquella forma. ¡Nunca! ¡Nunca, de verdad!
No sé cómo llegué a casa. Mis piernas temblaban como varas verdes. Parecía que mi corazón iba a salirse de mi pecho. Tomé el teléfono y llamé a mi mujer, contándole lo ocurrido. Ella se asustó mucho y me pidió que me quedara en casa y no fuese a verla como habíamos quedado. Que nos veríamos al día siguiente.
Fue lo que hice. No le conté esto a nadie más. Ni mi suegra lo supo. Mi madre mucho menos. Incluso, no fui a la comisaría a hacer la denuncia porque fue en la época en que Río de Janeiro pasaba por una etapa atribulada, en la que las bandas criminales realizaban atentados contra las dependencias policiales. La cosa pasó y el lunes siguiente era día de sesión de los exús en el centro. Fue cuestión de poner el pié ahí dentro para que el capeta jefe me mande a llamar y me empiece a hablar sobre el hecho sucedido aquel jueves. Él me dijo que estuvo allí y no había dejado que nada me pasara porque yo le era fiel y lo servía con dedicación. Que él era quien había hablado con el tipo para que tire y que hizo que el arma falle. Y también, que una amiga mía, que había muerto recientemente en un accidente de auto en la Barra da Tijuca, estaba a mi lado y le pidió a él que no dejara que nada malo me sucediera, por eso, él resolvió intervenir por mí.
En relación a esa amiga, realmente había muerto en un accidente de auto, días antes, en la Barra da Tijuca, conmemorando la victoria en un partido de Brasil. Éramos muy amigos. Y nadie allí en el centro sabía de esa amistad a no ser mi mujer y yo.
A partir de ahí, mi admiración por los encostos aumentó absurdamente. Los servía de forma incondicional. Cuando iba a tomar a los bares, siempre pedía una copa de más, la llenaba hasta el tope y la dejaba encima del mostrador. Después, aparecía alguien de la nada y se la tomaba. No daba ni tiempo a que la bebida se caliente. Nadie entendía nada. De la misma forma en que la figura surgía, desaparecía. Parecía magia.
Muchas veces, él se materializaba y pasaba horas conversando conmigo sentado a mi lado. Hablábamos de todos los asuntos posibles e imaginables. Era una cosa graciosa porque parecía que éramos invisibles a los demás, pues pasaban por nuestro lado y era como si no estuviéramos allí. Es medio difícil de explicar. Las personas nos veían, pero no iban hasta nosotros para conversar. Con eso, comencé a quedarme solo. Mis amigos se apartaron de mí. No tenía a nadie con quien salir y conversar y cada día que pasaba, mi mujer y yo nos distanciábamos más. No podíamos hablarnos más. Vivíamos otra vez el verdadero infierno conyugal. Ella estaba embarazada de nuestra hija y, de un momento a otro, se apartó de la macumba. No quería ir de ninguna forma. No había quien lograse que ella pusiera los pies dentro de un centro espiritista. Dejó de fumar y tomar, pero todavía no había dejado a los espíritus.
Todavía teníamos dentro de casa, en el cuarto de la empleada, un altar en el que poníamos bebidas, dulces y frutas para los espíritus y, crean, el cuarto vivía lleno de murciélagos que iban allí a beber y comer de las ofrendas.
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