thumb do blog Blog Obispo Macedo
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Una Bióloga investiga y encuentra la cura del alma

Siempre oí decir que quien no busca a Dios por amor, Lo busca por dolor… Sin embargo, nunca estuve de acuerdo con eso. Prácticamente nací en la IURD (yo debía tener unos 5 años cuando mis padres se convirtieron, hoy tengo 32), y nunca me aparté de la iglesia.

Ir a la iglesia era como un ritual. Comparecía a las reuniones religiosamente y nada me impedía estar allí presente, físicamente. Hasta me “bauticé” en las aguas, cuando era adolescente. Devolvía los diezmos, hacía votos, campañas y, así mismo, cometía algunos pecados. Estaba consciente de mi error pero pensaba que como Dios era bueno, aunque no lo merecía, Él me atendía y me guardaba.

Me casé con una persona que no era de la iglesia, pero tampoco en eso tuve problemas. Ni bien nos casamos en el civil, mi marido se bautizó en la iglesia, y en 10 años no tuve de qué reclamar, pues tengo un buen matrimonio. A pesar de todo, yo no me había entregado a Dios de todo corazón, de toda mi alma, de todo mi entendimiento y de toda mi fuerza.

A mediados de marzo/abril del año pasado (cerca del primer ayuno de Daniel), mi vida retrocedió, ¡mi yo retrocedió! Hacía cosas equivocadas y no abandonaba aquellas prácticas, pero era feliz. Tanto, que en una clase de inglés, durante la “conversation”, me preguntaron: “Are you happy?”. Y yo respondí: “Yes, I’m happy”. Aquel día yo estaba sintiéndome tan feliz, pero tan feliz que, hasta entonces, no me había dado cuenta.

Nuevamente, me acordé de Dios y de Su generosidad. Pues, a pesar de mi negligencia espiritual, yo todavía era feliz. Solamente que a partir de ahí mi vida fue decayendo…
Comencé a tener miedo de nada, además de mucha angustia y desesperación. Mi corazón disparaba, tenía voluntad de llorar, no me alimentaba bien, tenía la boca seca, falta de apetito, flojedad de intestino, perturbación en mi mente todo el tiempo, sensación de luto sin haber perdido a nadie, en fin, ¡la felicidad había desaparecido! Y yo no entendía el por qué de aquello, hasta hoy no sé qué desencadenó todo.

Venían acusaciones en mi mente y pensamientos del tipo “tú no estás liberada”, “tienes alguna cosa escondida, porque nunca manifestaste”, y fui dejando que las dudas entraran. Tanto, que un síntoma del cual yo había sido liberada hacía años también volvió. Tuve una convulsión en la infancia y mi madre hizo cadenas en ese tiempo para que me liberara, pero yo crecí sintiendo algo extraño, yo tenía una confusión mental por algunos segundos y volvía a la normalidad sin saber lo que había ocurrido. No me acuerdo si por un voto o una cadena que hice, ese síntoma había desaparecido, pero yo dejé que volviera el pensamiento de duda y además lo alimenté.

Debido a mi formación como Bióloga, comencé a preguntarme si aquello era epilepsia e investigaba al respecto. Cuando descubrí que no toda crisis epiléptica desencadena en aquel desmayo clásico, despidiendo espuma por la boca, sino que también puede ocasionar crisis de ausencia, en seguida volví a sentir aquella cosa extraña.

Pensaba en buscar ayuda en la iglesia, pero venía un pensamiento diciendo: “Si buscas ayuda, estarás asumiendo que eres débil, que tu fe no es suficiente. O tienes fe o no tienes”. En fin, fui empeorando al punto de pensar que me estaba volviendo loca, perdiendo la razón. Entonces otro pensamiento venía en mi mente: “Tu abuelo fue internado con problemas mentales, entonces tú también debes tener alguna cosa, debe ser hereditario”. Sólo no tuve voluntad de matarme – porque ya conocía la felicidad, sabía que existía, y también sabía de la existencia del infierno.

¡Fue horrible! Peor que el dolor físico, pues eso lo resuelve un medicamento, pero el dolor del alma… ¡sólo Dios! Fui a un neurólogo que me diagnosticó depresión leve, le pedí que no me recetase ningún antidepresivo, entonces él me recomendó hacer actividad física. Pero yo tomé otra actitud: ¡Empecé de cero! Conversé con el pastor y él oró por mí. Me arrepentí de mis equivocaciones, me perdoné, me bauticé en las aguas en noviembre del año pasado, coloqué mi vida en el altar, me desligué de las cosas del mundo, empecé a orar, ayunar y alimentarme de la Palabra de Dios (cosas que aún estando en la iglesia, yo no practicaba), ¡y a darme como ofrenda para Dios!

Dejé de buscar el por qué de todo aquello, empecé a mirar para Dios y a reconocer que necesitaba un encuentro verdadero, un nuevo nacimiento. Pero no fue sólo eso, tuve que dejar de lado los “años de iglesia” y admitir que yo no sabía nada de las Cosas Espirituales. Dejé todo de lado: mi formación académica, mi orgullo, los pecados, mi querer, ¡todo, todo, todo! Empecé a buscar a Dios con sed. Esa es la prioridad de mi vida.

Tuve que pasar por el desierto para reconocer lo lejos que estaba y que necesitaba volverme a Dios. Nada es más importante y nada está por encima de mi salvación y de tener a Dios en mi vida. ¡Nada, nada! Dinero, matrimonio, profesión, diversión, ¡nada! Quiero al Señor Jesús en mi vida todos los días, quiero la salvación, quiero ser como los héroes de la Fe que no retrocedieron delante de las tribulaciones, quiero ser un instrumento en las manos de Dios, quiero ser sierva obediente y temerosa a Su voz y también quiero vengarme del diablo: ¡ganando almas para el Reino de Dios!

Porque sé que como yo estuve, existen millares de personas dentro de las iglesias (ciegas espiritualmente) pero lejos del Señor.
Yo era uno de aquellos del valle de huesos secos, como el Obispo predicó tiempo atrás. Hasta tenía huesos, tendones, músculos, o sea, alcanzaba una bendición aquí, otra allí, pero faltaba el Espíritu, era un zombi, e, infelizmente, dentro de las iglesias todavía existen muchas personas en esa condición.

Gabriela